La Luna dice que no sale hoy. Dice que no, aunque me haya tomado la molestia de haber ido a buscarla desde muy lejos. Desde tan lejos, tanto, que he tenido que trepar hasta la última de las avenidas del cielo para llegar hasta su puerta.
He trepado y trepado sin parar. Seguí trepando hasta cuando me empezaron a escocer las manos y se me cayó el aliento. Pero, a pesar de todo, la Luna me ha dicho que no sale hoy. Dice que no tiene el día brillante y se queda en casa comiendo arroz. Arroz blanco, del que siempre se pasa y acaba sembrado encima del mantel negro de la cocina, fabricando un panel de estrellas.
Por eso solo habrá estrellas esta noche. Porque, aunque me escuezan las manos y mi aliento trepe un par de metros por debajo de mí, la Luna me quiere mal y no va a salir hoy.
Hay quien dice que estos cambios de humor que tiene la Luna afectan al ritmo de la vida. Que, cuando la Luna se pone caprichosa, las personas se ven envueltas en circunstancias distintas a lo habitual. Dicen que lo que sucede es que nuestra realidad vuelca, y eso hace que suban las mareas y todo se inunde. Y rebosan las alegrías o los vasos de la paciencia.
Hay noches en las que la Luna se levanta con ganas de comerse el mundo hasta llenarse, y llenarnos a nosotros de cosas buenas. Pero también hay de esas otras en las que no es capaz de vaciarse de desaliento, y no puede siquiera quitarse el pijama ni la roña del mal sentir, por mucho que lo sienta. Aunque más lo siento yo.
En noches como esa es cuando me gustaría sintonizar en un planeta diferente de cualquier otra galaxia. Una muy muy lejana, donde la Luna siempre tuviese ganas de arreglarse para salir.
Una en la que la Luna siempre fuese puesta de Prozac hasta las cejas.
Foto que hice este verano un atardecer en la Piazza Spagna de Roma.
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