El primer café de la mañana, o el segundo, después del de rigor de las 4, te plantea el día con perspectiva. Y no sé a ti, pero a mí me sabe a desgana y a sueño; a un sueño que te cagas...
Además, agárrate, porque encima está el tema del azúcar… Que, de un tiempo a esta parte, no sé muy bien por qué, a algún alma caritativa le ha dado por esconder el azucarero. Y aquí estamos, sin azúcar y con la perspectiva amarga, otra vez
Aunque, en realidad, no sé qué perspectiva pueden esperar que tengas si el jodido azucarero parece el puto Santo Grial y aquí ninguno somos Indiana Jones, por lo menos de momento y que yo sepa.
Viene a ser algo así como montar doscientas veces seguidas en montaña rusa, jugar a la ruleta rusa con la mafia rusa, o comer ensaladilla rusa que ha estado cuatro días al sol ruso de la rusa Rusia. Trato amable y de calidad preferente para alguien que debió matar mucho en otra vida anterior a esta.
El problema surge cuando piensas: ¿Qué hay de lo que queda después? ¿Qué pasa con esa sensación de perdedor? Tú llámalo como quieras, yo lo llamo rabia.
No hay vía fácil para purgar la memoria y acabar con el escozor de las almas. Si la hubiese, servirían copas de Betadine en todos los garitos y comeríamos patatas fritas con pomada para las quemaduras.
O eso, o inyectarse lejía.
Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
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